Y después de hacer todo lo que hacen, se levantan, se bañan, se entalcan, se perfuman, se peinan, se visten, y así progresivamente van volviendo a ser lo que no son.
Quisiera esta tarde divina de octubre pasear por la orilla lejana del mar; que la arena de oro, y las aguas verdes, y los cielos puros me vieran pasar.
Ser alta, soberbia, perfecta, quisiera, como una romana, para concordar con las grandes olas, y las rocas muertas y las anchas playas que ciñen el mar.
Con el paso lento, y los ojos fríos y la boca muda, dejarme llevar; ver cómo se rompen las olas azules contra los granitos y no parpadear; ver cómo las aves rapaces se comen los peces pequeños y no despertar; pensar que pudieran las frágiles barcas hundirse en las aguas y no suspirar; ver que se adelanta, la garganta al aire, el hombre más bello, no desear amar...
Perder la mirada, distraídamente, perderla y que nunca la vuelva a encontrar: y, figura erguida, entre cielo y playa, sentirme el olvido perenne del mar.
De todo, de todos, del silencio que carcome con la llegada de los pensamientos... Esos que no me sueltan, no se tientan para atemorizar mi perturbación... Una que brota del caos, de mis ojos que lo han visto y aún así permanesco... Sí, después de eso no queda más que el vacío, se queda durante un tiempo y se llena de vitalidad, un hermoso ciclo que no terminará, al menos hasta que la capacidad de albergar sueños peresca en la madurez del materialismo.
Pero aún así quedáte, no conmigo, no a mi lado pero quedáte, y persiste si así lo deseas.